Música para todos

Como en otras muchas cosas, quien tiene poder tiene negocio, y no es posible el negocio sin prohibir el acceso al producto con el que se negocia. Limitaron el acceso a la cultura con el mercado del disco, o del CD, después del iPod, del móvil, del ordenador o de Internet. La música cambia, la forma de hacerla y de disfrutarla, también cambiamos nosotros, o nos cambian, es imparable. Pero desde el momento, por ejemplo, en el que quisimos llevarnos la música a todas partes y compartirla, desde el gramófono hasta esos millones de millones de bits que viajan por el aire, se produce una contradicción entre la cultura como patrimonio de derecho universal y la cultura como producto mercantil restringido. Lógicamente surge el conflicto y se derrumba toda excusa cuando apenas un 10% del beneficio llega al bolsillo de los autores; con suerte, porque la mayoría no recibe nada.
Ni el gramófono acabó con la música, ni la acción de compartirla. Todo lo contrario. Pero otra cosa es la explotación y el negocio que se hace con música como producto, que funciona simplemente: prohibiendo y penalizando el acceso, y atenazando a los autores con eternas promesas de fama y gloria. Esto sí ha provocado una masacre contra la música, contra músicas y músicos, contra la audiencia y contra el derecho a la cultura.
Al hilo de esta reflexión un poco restrospectiva, comparto (comparto!) con ustedes una pequeña selección de preciosas antigüedades de los años 30 y 40: Billie Holiday, Duke Ellington, Mel Torme, Artie Shaw, Tommy Dorsey, Benny Godman, Edith Piaf y Ink Spots.



ilustración y diseño © Ernesto Sarasa

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